El archipiélago de Zanzíbar está formado por varias islas, Unguja y Pemba las principales. Se trata de un paraíso rico en la pobreza, del que uno aprende cada día de la gran paradoja: cómo la escasez de recursos convive con uno de los ecosistemas más ricos de las islas del Índico, que ha suscitado a lo largo de la historia el interés de griegos, romanos y, posteriormente, del imperio portugués y del inglés, por dominar estos escasos 2,700 kilómetros cuadrados de tierra.
El recibimiento en el aeropuerto de Zanzíbar City (capital de Unguja), incluso para aquel que ha tenido contacto previo con la realidad africana, supone un choque con la delicada situación económica del país. Los vuelos se apuntan con tiza en pequeñas pizarras, le pedirán propinas en shillings (moneda local) o en dólares, simplemente por haberle colocado su maleta en el carrito o por acompañarle al taxi y, si llega por la noche, probablemente habrá esperado más de una hora en Dar Es Salaam (Tanzania), hasta que los cortes de luz generales en la isla hayan llegado a su fin. Karibu, my friend, le dirán. Su viaje no ha hecho más que comenzar.
El recorrido desde Zanzíbar City hasta su destino supondrá un continuo aprendizaje sobre la forma de vida de sus ciudadanos. Le llamará poderosamente la atención los niños que, semidesnudos, corren de un lado a otro de la carretera y que milagrosamente esquivan los carros que pasan a centímetros de ellos. También los cientos de cabañas de madera en que viven, construidas a los lados del único camino de tierra sin asfaltar que rodea la isla. A su paso, observará además los pequeños negocios que se sostienen sobre cuatro palos y un toldo, comercios que apenas venden caramelos, hortalizas, tabaco y, con suerte, el pescado del día. De nuevo, si viaja en carro caída la noche, observará cómo apenas alumbran el camino con faroles. La visibilidad es notablemente reducida.
El Stone Town (Pueblo de Piedra) o centro cultural de la capital de Zanzíbar es Patrimonio de la Humanidad y es el único centro histórico que aún permanece habitado y en funcionamiento en África. Un paseo por sus calles le acercará a la combinación de culturas que han heredado los edificios más relevantes: la Catedral católica de San José, construida por misioneros franceses en el siglo XIX, convive con la Mezquita Aga Khana (el Islam es la religión predominante), los jardines Victoria, el Palacio de la Corte (origen portugués y arábico) o el Palacio del Sultán, un museo sobre la historia del sultanato de la isla. Si callejea por Kenyatta Road en Shangani, o por Gizenga Street, detrás del Viejo Fuerte, podrá hacer las compras más típicas de Zanzíbar: especias (el clavo, la más vendida), tallas y esculturas de madera, bustos, ropa y pescado fresco (se prohíbe la compraventa de algunas especies en peligro de extinción, como las caracolas y las tortugas).
Uno de los bienes más preciados por Zanzíbar en la actualidad es, precisamente, el turismo. La isla recibió en el 2011 más de 100.000 personas. La zona de Mangapwani es más tranquila y remota, de ahí que sea menos visitada. Sus extensas playas de arena blanquecina y aguas transparentes, que permiten ver corales, estrellas y erizos de mar desde la misma costa, es la elección de algunos viajeros. La Península de Nungwi, al norte de la isla, es el destino de la mayoría.
El hotel Essque Zalu está considerado como el más lujoso de esta última zona. Si elige una de las “Seafront Villas” para alojarse, comenzará el día con vistas al océano desde su ventanal y terraza privada, y desayunará con un buffet en el que todo se servirá bajo demanda, desde deliciosas tortillas de verduras, repostería recién salida del horno al más puro estilo francés y smoothies de frutas exóticas (mango, lichis, papaya…). Y qué mejor que tomarlo bajo la sombra del árbol africano por excelencia, el Baobab, y con vistas a una infinity pool que se une al horizonte bajo un microclima de ensueño. Durante la mañana, puede pasear por la playa, aprovechando las horas de marea baja, y podrá observar a las lugareñas agachadas mar adentro buscando el marisco que venderán horas más tarde. A su vuelta, y después de darse un relajante masaje en el Spa (aquellos de luna de miel pueden gozar de uno de una hora, regalo de la casa), el almuerzo en el restaurante Jetty se hará más que apetecible. Si quiere probar la langosta (más que recomendable) deberá reservarla el día anterior.
Seguramente, querrá volver al Stone Town a finalizar sus compras, ir a Kizimkazi a nadar con delfines o a bucear en uno de los centros próximos al hotel. Tras el ajetreo, podrá regresar a la calma con un coctel junto a los Baobabs, y escuchar música en directo tocada por uno de los mejores grupos de África, grandes voces que se entremezclan con la increíble experiencia de Zanzíbar, deliciosa para todos y cada uno de los sentidos. Cierre los ojos y disfrute. ■