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En el periplo, uno puede recalar en un pueblo teñido de azul y recibir la oferta de casamiento de un octogenario bereber, como ocurre en el norte de Marruecos, que es un criadero de anécdotas. Con alma de trotamundos, llene la maleta de mapas con los enclaves más bellos. Así podrá apreciar la generosidad de un pueblo, el marroquí, que a veces vive en el pasado.
Un excelente centro de operaciones para recorrer el norte de Marruecos es Marina Smir, donde veranea la élite alauí. Concretamente, el hotel Marina Smir Thalasso & Spa es excepcional, pues aúna primera línea de playa, spa, piscina con agua de mar, un servicio de primera en sus diversos restaurantes y la necesaria cercanía a las principales ciudades ―Tánger y Tetuán― y a otros pueblos pintorescos.Al visitar una ciudad magrebí, lo primero es adentrarse en su historia y preguntar por la medina. Es el barrio antiguo de toda población árabe, un laberinto en el que uno se pierde inevitablemente. Lo más probable es que las horas nunca sean suficientes para fundirse con la gente, despistarse y dejarse sorprender por un sencillo arco o por la más bella puerta de madera al doblar una esquina, tras viajar en el tiempo por calles intrincadas.
En las medinas marroquíes casi todo recuerda que por allí la revolución tecnológica ni está ni se le espera. En locales diminutos trabajan artesanos de oficios casi olvidados como herreros, cedaceros, esparteros e hilanderas. El hedor de una curtiduría aquí y, dos metros más allá, la esencia de dátiles y dulces de pistacho. Uno trabaja, mientras los dos de al lado miran.
La medina de Tánger no tiene la autenticidad de la de Fez, que es la tercera ciudad de Marruecos después de Casablanca y Rabat, la capital. Tampoco es tan respetable como la de Marrakech, otra importante ciudad en el sur del país. Pero esta urbe conquistada y reconquistada requiere entre dos y tres días de visita porque tiene mucho que enseñar. Por ejemplo, su sector más moderno, con los barrios francés, español e inglés. Subiendo por sus colinas, con la bahía a sus pies, Tánger domina el estrecho de Gibraltar y se pinta de verde. La montaña abriga el antiguo Palacio del Gobernador, el Dar el Makhzen, que hoy es un espléndido museo de las artes marroquíes, así como el palacio del rey Mohamed VI (uno de tantos que tiene repartidos por el país) y el de algunos príncipes saudíes.
En Tánger se unen un mar y un océano. Por eso es conocida como “la fusión del Mediterráneo y el Atlántico”. A 14 kilómetros, en Cabo Spartel, un monumento erigido a finales del siglo XIX conmemora el turístico acontecimiento. Las vistas sobre los acantilados de Gibraltar son estupendas. También son imperdibles las cuevas de Hércules, con una ventana natural al océano. Para comida y alojamiento, dos recomendaciones: el hotel y restaurante Nord Pinus, un prestigioso riad; y La Tangerina, con sus exclusivas vistas al estrecho de Gibraltar desde la terraza.
A unos 50 kilómetros de Tánger, en la blanca Tetuán, una multitud abigarrada se pasea por los coloridos puestos del zoco, su famoso mercado. La medina de esta ciudad marroquí está masificada: si antes vivía una familia por cada casa, ahora lo hacen siete. Pero en ella escasean los turistas, y los vendedores le respetarán, como no lo hacen los comerciantes del Gran Bazar de Estambul, por ejemplo.
En 1913, Tetuán se convirtió en la capital del protectorado español para el norte de Marruecos. La arquitectura andaluza-islámica los delata, y también las referencias españolas por doquier, como el Teatro Español y el Instituto Cervantes. En el norte del país se habla mucho español, si bien el francés le supera.
Y el encanto no está sólo en las grandes urbes. Chefchaouen, la ciudad pintada de azul, está pensada para recibir a turistas. Hasta los souvenirs están perfectamente ordenados. Elevado sobre la colina y en el corazón de la medina, el pequeño pero acogedor hotel Casa Hassan le encantará.■