Una de las áreas nobles de la ciudad es el llamado “cuadrilátero de la moda”, que comprende cuatro calles: Via Montenapoleone, Via Manzoni, Via della Spiga y Corso Venezia. Allí se asientan las grandes firmas de lujo (italianas y extranjeras), desde Bottega Veneta, Alberta Ferretti y Prada hasta Chanel, Dior, Hermès, Burberry y Kenzo, entre otras. Entre sus boutiques se levantan imponentes casonas con bellos y floridos patios. Husmear por este barrio es descubrir paredes por las que trepa la hiedra, puertas enrejadas, fuentes en miniatura y suelos pedregosos no aptos para los altísimos tacones que lucen algunas milanesas. Aquí el lujo es discreto y la cirugía facial parece menos obscena que en otras latitudes.
Éste es también el distrito de moda, el lugar en el que hay que estar y donde uno se puede cruzar, por ejemplo, entre motos y tranvías, con el cineasta Nani Moretti en bicicleta. Brera es una oda al romanticismo, un estilo que se palpa en cada pequeña tienda de artículos únicos y delicados, ya sea en Giusy Bresciani y sus originales pamelas de rafia, en Callegaro y sus célebres tartas de frambuesas o en las barras siempre repletas de un mozzarella bar con sus apetitosas propuestas. La vida explota en Brera a la hora del aperitivo, que en Italia es una afición practicada después del trabajo. Los milaneses y milanesas salen de casa y entran en la misma hechos un pincel. Aquí uno siempre se siente mal vestido entre ese ir y venir de “modelos de calle”. Y es que la ciudad lleva el diseño en su ADN.
Existen una gran cantidad de tiendas que lucen el último grito en decoración minimalista, pero no conviene centrarse sólo en las boutiques más modernas. Lo mejor es combinar esos locales con visitas a pequeños establecimientos de toda la vida, porque Milán también sabe cuidar con mimo su historia y tradición, no es sólo una ciudad de tendencias. Un buen ejemplo de ello es que aquí se conserva La última cena de Leonardo Da Vinci, un fresco ubicado en el refectorio de la iglesia del siglo XV, Santa Maria delle Grazie. Aunque es cierto que resulta difícil sustraerse a la modernidad que envuelve sus calles. De hecho, aquí prácticamente todo está relacionado con la moda y la imagen de marca. Un reflejo de ello es que te puedes alojar en un hotel Bulgari o Moschino, o cenar en un restaurante Dolce & Gabbana o Armani (Nobu, con estética de la década de los Ochenta pero platos japoneses excelsos), o comprar un libro en una librería con el nombre del modisto neoyorquino Marc Jacobs.
Las razones por las que Milán es una de las capitales del diseño del mundo se explican en el Triennale, un museo dedicado a estos menesteres que da las claves del porqué y cómo se congregaron en este rincón italiano personas e ideas brillantes. Por cierto, la librería del Triennale es fantástica, como lo son los jardines del Parque Sempione que lo rodean. Porque en esta ciudad también se puede caminar sobre verde. Pero, como sucede en muchas otras urbes, es necesario que el sol eche una mano al turista, porque en los días grises, usted puede volver a ver el Milán industrial y anodino que no es. ■
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