El autocar en el que viajaba entró en la localidad por una carretera estrecha, cuyos bordes terminaban prácticamente donde empezaban las casas. Buscaba ansioso banderas y cavalinos por todos los lados. Encontré algunos, pero menos de los que me esperaba. Lo primero que llamó realmente mi atención fue ver a un hombre vestido de rojo por la calle; no había duda de que todo lo que llevaba encima hacía referencia a Ferrari. Unos metros más adelante, sentada en la puerta de un bar, tomando un café, me encontré con otra persona vestida de forma muy similar. “Pues sí que están locos por esta marca de coches”, pensé. Poco después, me explicaron que no eran unos aficionados, que aquellos hombres trabajan para Ferrari. Disponen en la fábrica de un vestuario para cambiarse cuando llegan y ponerse el uniforme, pero se sienten tan orgullosos de trabajar para esta empresa que ya salen de su casa con él puesto, para que todo el mundo sepa lo afortunados que son. Entonces, empecé a comprender que aquel lugar es muy especial.
La fábrica de Ferrari es como una pequeña gran ciudad. Está formada por grandes edificios con el exterior de metal y vidrio, de formas rectangulares, con un diseño moderno pero discreto. Hay jardines y árboles, en concreto 165.000 metros cuadrados de zonas verdes. Aloe candelabro, lobelias azules y clavelinas silvestres son sólo algunos de los cientos de especies de plantas que uno puede contemplar paseando por el lugar.
Aquí las calles y las plazas tienen nombres de personajes importantes para la historia de la empresa: Enzo Ferrari, Niki Lauda, Alberto Ascari, Juan Manuel Fangio… Los trabajadores se mueven entre los diferentes sectores con bicicletas rojas. Todo te recuerda dónde te encuentras, hasta las papeleras están adornadas con una figura plateada y en relieve del cavallino rampante. Por momentos, dejas de ser consciente de que estás en una gran factoría porque el silencio lo envuelve todo; sólo es roto a lo lejos por el sonido de algún motor V12 de un coche en pruebas, y eso en este lugar es como escuchar el canto de unos pájaros. “Si yo trabajase aquí, dormiría con el uniforme”, pensé.
Los edificios están separados por áreas de producción. En unos se fabrican los motores V6, V8 y V12, y en otros se montan los deportivos, desde el chasis hasta el último de los acabados interiores. Da igual en la zona que te encuentres, todo está tan limpio que casi podrías comer sobre el suelo. La mano del hombre domina todo el proceso de elaboración. Las modernas y sofisticadas máquinas ocupan un lugar secundario como simples herramientas. Sorprende el ritmo de trabajo, nadie está parado, pero hay tranquilidad. No tienes la sensación de estar en una industria, se parece más a un taller artesanal, donde cada empleado se toma el tiempo necesario para hacer un trabajo minucioso y perfecto. No tienen sentido las prisas, ¿podría Miguel Ángel haber tallado el David o La Piedad estresado? En este lugar, también se crean obras de arte.
El interior es una de las partes del coche que requiere un trabajo más minucioso. Todas y cada una de las piezas que forman el habitáculo son forradas una a una a mano con la piel correspondiente. La habilidad de los dedos de los trabajadores lo es todo porque casi no utilizan maquinas ni herramientas. Viendo este tipo de labores empiezas a pensar que estos súper deportivos son baratos.
Un Ferrari tarda en construirse cuatro días. Cada jornada salen de la fábrica unos 30 coches, un número minúsculo si se compara con los 1.500 vehículos diarios que se producen en una factoría de tamaño medio de una marca como Fiat o Peugeot.
Ferrari sólo vendió el año pasado 7.318 deportivos y ganó 244 millones de euros, una cifra ridícula frente a los 21.717 millones de euros de beneficios de Volkswagen. Esta compañía italiana tiene la mejor imagen de marca del mundo del automóvil, entonces, ¿por qué no explotar esta ventaja para lograr mejores resultados? Tan sólo tendría que fabricar más coches. El problema es que se rompería el espíritu de la marca y en Ferrari son muy conscientes de ello: “Fabricaremos menos coches los próximos años para mantener la calidad y el valor de nuestros productos”, nos confesó el presidente de Ferrari, Luca Cordero di Montezemolo. Todos comprendimos sus razones.
Una marca que nació en 1929 tiene que cuidar con cariño su historia. Por ello, Ferrari dedica en su fábrica un edificio a la restauración de modelos clásicos. Si las manos del hombre tenían una importancia capital en la cadena de montaje de los vehículos actuales, aquí ganan, si cabe, mucha más relevancia. Los modelos que llegan son tratados como en un viejo taller de barrio, es decir, de forma individualizada. Si uno necesita una nueva pieza, Ferrari la fabrica en exclusiva para él. Aquí el tiempo corre todavía más despacio; una restauración suele tardar entre seis y 12 meses, dependiendo del estado del vehículo. Cuando me asomé por esta zona, tuve la suerte de ver un Ferrari 250 GTO fabricado en la década de los 60. Su dueño había pagado por él en una subasta reciente 30 millones de dólares. En la fábrica calculan que después de la restauración, su precio rondaría los 50 millones. No me revelaron ni el nombre del afortunado dueño ni del precio del trabajo.
Las casi tres horas de recorrido por las entrañas de la fábrica de Maranello me supieron a poco. Quería saber más detalles, conocer nuevas anécdotas… Cuando salía de la localidad en autobús volví a ver a un hombre uniformado de rojo, me miró y le sonreí. Mi incredulidad inicial se había convertido en pasión. ¿Me había transformado en un ferrarista en tan sólo un día? No, simplemente ahora lo entiendo todo. Comprendo el amor incondicional de un país por estos coches y el anhelo de todo el mundo por tener uno. ■