Hay tanta belleza reunida en las colecciones del Museo del Prado que es imposible mostrarla de forma permanente en su totalidad. Muchas de las obras de la pinacoteca apenas se han visto: algunas están depositadas en los almacenes del Museo, otras se encuentran repartidas por iglesias y museos de España.
Un gran número de estas obras almacenadas y dispersas se muestran ahora junto a otras de la colección permanente, en la exposición La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny, que se podrá visitar hasta el 10 de noviembre del 2013.
Manuela Mena, la conservadora más veterana del Museo y curadora de la muestra, explica que uno de los ejes de la exposición es el formato íntimo del cuadro de gabinete. “Son cuadros y esculturas que podrían estar dentro de una casa, muy a la vista y muy próximas al ojo”, comenta la experta.
La muestra está cargada de secretos para quien la contemple, y se ha buscado que se pregunte acerca de ellos. “El gran formato no permite un planteamiento lúdico, ya que todo queda a la vista. Aquí se pretende que el visitante fuerce su imaginación frente a lo que hay delante de sus ojos”, concluye Mena.
El recorrido propuesto tiene paradas en 281 piezas (entre dibujos, esculturas y pinturas) de formato pequeño, a través de las que se cuenta una historia íntima de la pinacoteca. Por medio de un montaje que compartimenta los espacios en 17 pequeños gabinetes, organizados por temas y en orden cronológico, se incita al juego por medio de ingenios expositivos: en las pequeñas salas hay techos abuhardillados y arcos que aproximan las pinturas al espectador, así como pequeñas ventanas a través de las cuales las piezas parecen jugar entre sí; en una cámara oscura dieciochesca se puede ver al final de un agujero la Muchacha durmiendo, flamante óleo sobre lámina de cobre de Luis Paret y Alcázar, que se muestra por primera vez.
En este juego en el que la mirada recorre un pequeño Prado dentro del Prado, se exhibe la maqueta original del edificio, presentada por el arquitecto del Museo, Juan de Villanueva, en el siglo XVIII. En un guiño al visitante, ésta incorpora una mirilla a través de la cual se enfoca Un garrochista, cuadro de gabinete de Goya, que fue el primero en entrar en las colecciones del Museo. “La sorpresa es muy importante”, señala Mena. “Con estos juegos visuales descubrimos conexiones entre los artistas y sus obras”.
Algunas de las pinturas expuestas son tan conocidas como la Vista del jardín de la Villa Médicis, en Roma, óleo de Velázquez de 1630; La Anunciación de Fra Angelico, colgada a una altura mayor de la habitual para llamar la atención sobre los detalles inferiores; el magnífico Autorretrato de Durero, o Los pecados capitales de El Bosco, instalada sobre una mesa. También se muestran obras de Rubens, Paret o Tanniers, junto a otras de autores no tan conocidos, y no faltan algunas de las últimas adquisiciones del Museo, entre las que destaca la anónima tabla francesa del siglo XV, La oración del huerto con el donante Luis I de Orleans.
“Hemos decantado la grandeza y la calidad de las piezas maestras del Prado como los buscadores de oro”, declara Miguel de Zuloaga, director del patronato del Museo. Desde que se concibió la idea de la exposición hasta el día de su inauguración pasaron dos años. Durante ese tiempo, algunas de las piezas han pasado por un proceso de limpieza, ya que como dice Mena, “la belleza también está enterrada bajo los barnices”. Una vez desenterrada, sólo queda disfrutarla. ■