Siempre están allí. A veces son muy notorias y otras, las más frecuentes, se esconden en nuestras palabras y acciones. Nadie escapa a su influencia, y no porque nazcamos con ellas, sino porque las adquirimos desde muy pequeños. Definen nuestra vida de raíz y, según su energía, pueden convertirse en alas o en jaula. Nos resulta fácil aceptarlas cuando coincidimos con ellas, pero rechazamos aquellas que nos llevan la contraria. Son un dolor de cabeza cuando ignoramos su existencia, pero si nos damos cuenta, si tomamos conciencia de ellas, las traemos a la luz y entonces las dominamos y ganamos la batalla.
Estoy hablando de las creencias.
¿Cuáles son las tuyas? Que tu inventario no enumere simplemente las creencias que saltan a la vista, o las que consideras más brillantes y nobles. ¿Qué hay de aquellas que te limitan o te conducen al autoengaño? Esas son las creencias más complejas y que traen mayores problemas.
“Nos aferramos a nuestras creencias, incluso cuando éstas nos ahogan”, dice el filósofo Jules Evans. La frase revela el mayor peligro de las creencias: las mantenemos aún cuando las evidencias nos indican que vamos por mal camino. Con su poder encantador, las creencias más profundas nos llevan a ver las cosas no como son, sino como nosotros creemos que son o queremos que sean. Así terminan siendo un ancla que, en lugar de estar enredada en los pies, sujetamos fuertemente con ambas manos mientras intentamos nadar. Y aunque nos falte el aire o nos lleve al fondo, no la dejamos ir.
Algunas creencias se siembran en la niñez, como las de “no soy bueno”, “nadie me quiere”, “no es bueno confiar en los demás”. Otras aparecen en el camino: “Soy un fracaso”, “nada me sale bien”, “la gente vale por lo que tiene”. A muchas de ellas las abrazamos como una forma de pertenecer al grupo: “Mi equipo es el mejor”, “sólo mi líder tiene la razón”, “mi gente es superior al resto”. Y por allí sigue el inventario, cada quien con su propio libreto.
Pero, ¿acaso es malo creer en algo?
No, pero hay que explorar lo que creemos. En la medida que cultivemos la sabiduría para ver las creencias comolo que son, y sobre todo, para observar el impacto que tienen en nuestra vida y la de los demás, evitamos ser sus rehenes. Porque si abrazar una creencia significa hacernos daño y afectar a otros ¿no es acaso momento de evaluar si tiene sentido?
Lo complicado es que nuestras creencias parecen siempre verdaderas y las que nos desmienten lucen como simple mentira. Son como velcro y teflón. Nuestras creencias se pegan con fuerza y por todas partes encontramos evidencias que las sostienen. Las que rechazamos nos resbalan y no hay prueba suficiente en el mundo para cuestionarlas.
Por eso es tan importante una sabiduría con discernimiento. Por sabiduría no digo conocimiento teórico, sino una experiencia de vida amplia que nos permita vivir mejor, estando bien con uno mismo y con los demás. En cuanto al discernimiento, es la capacidad de ver las cosas como realmente son, con apertura, una sana distancia y la disposición a cambiar si la evidencia o la experiencia nos lo indican.
O más sencillo: si quieres nadar, suelta el ancla y comienza a bracear libremente.
Eli Bravo es el Director General y Editor Ejecutivo de Inspirulina, una plataforma de contenidos sobre bienestar, crecimiento personal y salud. ■