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En diciembre del 2012, murió a la edad de 104 años el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, un hombre tan querido por sus compatriotas que no esperaron a su muerte para convertirlo en un mito, honor que compartió con su buen amigo el músico Tom Jobim y con el jugador de fútbol Pelé. El gobierno brasileño decretó siete días de luto oficial por su fallecimiento, y se le rindieron honores reservados a los presidentes de la nación.
Su ideario arquitectónico ha sido estudiado y definido por los más reputados críticos de arte, pero nadie como él mismo para definir de una forma sencilla y poética el espíritu que late en cada una de sus obras. «No es el ángulo recto lo que me atrae, ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me seduce es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar o en el cuerpo de la mujer amada. De curvas está hecho todo el universo, el universo curvo de Einstein«.
Graduado como ingeniero arquitecto en 1934, tuvo como referente al arquitecto racionalista francosuizo Le Corbusier, del que fue asistente y colaborador durante unos años y con el que firmó importantes obras, como la sede del Ministerio de Educación de Río de Janeiro, inaugurada en el 1936, y el edificio principal de las Naciones Unidas en Nueva York en 1952. Pronto se emancipó de la figura tutelar del que consideró el padre de la arquitectura moderna y, partiendo de la admiración que sentía por él, desarrolló una semántica propia que representó un punto de ruptura en el movimiento moderno imperante de la primera mitad del siglo XX.
La famosa frase de Picasso de «si llega la inspiración, que me encuentre trabajando» bien podría haberla firmado Niemeyer, pues fue un trabajador incansable que se mantuvo ocupado hasta el final de su vida. Autor de más de 600 proyectos arquitectónicos, celebró su 104 cumpleaños trabajando en su estudio, un espacio de grandes ventanales frente a la playa de Copacabana, donde recibía a las visitas y en el que hoy se respira ausencia y vacío.
Su vitalidad era legendaria, así como su carácter idealista y soñador. Tal vez por ello se unió (y así se mantuvo hasta su muerte) a las filas del partido comunista en 1945, filiación que le acarreó un sinfín de problemas y críticas. Como decía su buen amigo el poeta y músico brasileño Vinicius de Moraes, fue un hombre sencillo, humano y desprendido, más preocupado por el bien común que de sí mismo. Otro cantante y amigo, Chico Buarque de Hollanda, declaró a su muerte que Niemeyer fue uno de los artistas más grandes de su tiempo y un hombre más grande que su propio arte.
Niemeyer, carioca de nacimiento y de corazón, fue un joven bohemio que pronto sentó cabeza y comenzó a trabajar con el arquitecto y urbanista Lúcio Costa, con el que dio sus primeros pasos profesionales y con quien compartió el diseño y la construcción de Brasilia, la nueva capital del país levantada entre los años 56 y 60 del siglo pasado. El Palacio de la Alvorada, el del Planalto y el de Itamaraty, junto con la Catedral, son los edificios de su autoría más sobresalientes de aquella ciudad.
En 1964 y como consecuencia del golpe militar, se exilió en Europa y no volvió a Brasil hasta el año 1987, inaugurando una nueva fase de su carrera en la que construyó la que sería una de sus obras predilectas, la matriz de la editorial Mondadori en Milán. Asentado de nuevo en su tierra, no se durmió en los laureles y continuó creando edificios que han hecho historia, como el Memorial de América Latina en Sao Paulo y la que para muchos es su mejor obra, el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi.
Premiado con galardones tan importantes como el Premio Pritzker de arquitectura 1988 y el Premio Príncipe de Asturias de las artes 1989, Oscar Niemeyer ha pasado a la historia como uno de los arquitectos más importantes del siglo XX, reconociéndose sus aportes a la exploración de las posibilidades constructivas, plásticas y expresivas del hormigón armado y a la adaptación de sus edificios a las condiciones medioambientales en que se integran, creando así una arquitectura orgánica. ■
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