Andalucía, de profundas raíces romanas e influencias árabes, es la tierra de la música flamenca, los toros y las mujeres de ojos oscuros con claveles escondidos en el pelo. Pero además, Andalucía está tocada por una fuerte dosis de “anglomanía”. Muchas de las antiguas tradiciones británicas se mantienen a día de hoy en tierras andaluzas. Quizás el jerez sea una buena muestra de ello. La industria de este tipo de vino, localizada principalmente en Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María, sigue siendo tan floreciente a día de hoy como lo fue en el siglo XVII, cuando la exportación de estos vinos y de brandy estrechó los lazos entre España e Inglaterra.
Si el savoir faire británico se considera el “no va más” de la distinción, trasladarlo al sur de España aporta a esa elegancia una fuerte dosis de diversión. El resultado es una mezcla explosiva de decoro y espíritu festivo; la rigidez británica se contrapone con la cultura de la despreocupación y esta mezcla extrañamente encantadora se hace más evidente cuando a los cócteles clásicos británicos se les da un toque de la alegría española.
Mi conocimiento de los licores ha sido casi un derecho de nacimiento. Mi padrino, Alfonso Domecq, de una conocida familia jerezana, estaba casado con Silvia, la hermana de mi padre. Ellos fueron sin duda mis tíos preferidos. Ella, guapa y glamorosa a rabiar. Él, enormemente atractivo y elegante. Cada año solía pasar unos días con ellos en Jerez de la Frontera, y allí visitaba las bodegas, degustaba a pequeños sorbos sus extraordinarios vinos y brandys y caminaba entre los barriles marcados con tiza que datan del 1700. Allí vi la firma de Napoleón, los barriles de vino exclusivos de la Emperatriz Eugenia y disfrutaba con asombro de la maestría del catador, que sabía dispensar la porción exacta de jerez con un simple tirón de muñeca.
Muchas bebidas que ahora son clásicos y algunos alimentos que se siguen tomando en Andalucía han sido herencia de los británicos aunque se hayan adaptado al paladar andaluz. Pero siguen siendo, en esencia, totalmente británicos. Bebimos té helado con menta en las tardes tórridas de verano, tomamos Bullshots en las mañanas frías de invierno antes de la caza de perdiz y Bloody Mary tras las copiosas comidas de domingo. Lo cierto es que en nuestra familia cualquier excusa ha sido buena para disfrutar de una buena copa y pasar un rato divertido.
Bullshot
Este pariente cercano del Bloody Mary era la bebida favorita de mi padre. Siempre pedía una en el legendario King Cole Bar del hotel St. Regis durante sus visitas a Nueva York. Ése es el lugar donde nació el Bloody Mary tal como lo conocemos hoy. Este brebaje es un aperitivo sensacional para un almuerzo largo y relajante en un día de invierno. Hay que elaborarlo con un buen caldo de carne orgánica y sazonarlo al gusto con pimienta negra recién molida. Si añadimos un chorrito de jugo de tomate tenemos otra versión del Bloody Mary, el “Bloody Bull”.
Ingredientes [6 personas]
4 tazas de caldo de carne
1 cucharada de salsa inglesa
1 cucharadita de pimienta negra fresca molida
el zumo de 1 limón
2 tazas de vodka
En una jarra de medio litro, combine el caldo, la salsa inglesa, la pimienta y el jugo de limón. Mezcle bien. Añada el vodka y agite de nuevo. Rellene con hielo seis vasos bajos y vierta la mezcla Bullshot en cada uno. ■