La descripción que hace un enólogo del sabor de un vino bien podría ser un rompecabezas: «Sabor a manzana verde, regusto a ciruela, con notas de alcanfor y aroma a jazmín», por ejemplo. Lo que debería ser una reseña práctica termina pareciendo un acertijo.
Sin embargo, la costumbre de darle a esta bebida características que en teoría no posee no es tan antojadiza. Despejemos la duda: el vino solo está hecho de uva y no se le agrega nada para darle algún sabor particular.
Sobre este asunto, los expertos Matt Stamp y Geoff Kruth, de la Corte de Master Sommeliers hicieron un estudio en el que reconocieron tres clases de sabores en los vinos: primero, los frutales, florales y herbáceos; luego, los sabores a tierra o minerales; y finalmente, los sabores a especias. Esto podría simplificar la descripción de un vino si no fuera porque cada una de estas familias de gustos encierra cientos de sabores específicos.
Echémosle la culpa a la química.
Cuando las uvas fermentan y empiezan su transformación en vino, se crean compuestos químicos que con frecuencia son los mismos que contienen algunas frutas u otros alimentos. Por eso, un bebedor puede sentir genuinamente regusto a plátano, ciruela o hasta tocino en un vino, por no nombrar los también válidos sabores a jalapeño o «pasto recién cortado».
Estos compuestos químicos tienen el nombre técnico de «ésteres», pero un enólogo que se respete llamará «baya» o «grosella» a un sabor que, de otra forma, sería una aburrida fórmula científica. Es más: el día que usted lea que un vino tiene un «exquisito sabor a ácido sulfhídrico, con notas de pirazina y tiol, y delicioso aroma a neblina fenólica», mejor deje de leer y vaya por agua.
Los ésteres existen por cientos y dependen de muchos factores, principalmente el tipo de uva utilizada, la fermentación y la posterior crianza. La maduración de la uva al momento de la vendimia, su tiempo de insolación, el clima, el suelo donde se cultivan las viñas, la edad de las cepas, las barricas… Todos estos agentes le dan a cada vino una personalidad distinta.
Esto no quita que el crítico de vinos se tome algunas «licencias», por así decirlo. Un enólogo de Wine Spectator, que responde al nombre de Dr. Vinifera, cuenta que en la casa donde vivió de niño había un árbol de sasafrás, y que por eso quizás él sea el único que encuentra notas de sasafrás en esta bebida. «Sin embargo, mi sasafrás podría ser para otra persona notas de zarzaparrilla o de cola«, dice, admitiendo el carácter personal de sus reseñas.
El lenguaje del gusto
La vastedad de los sabores del vino —y la creatividad para describirlos— podría también deberse a la antigua complicidad entre esta bebida y la poesía. Cualquiera que haya querido describir el sabor de algo sabe que se necesita cierta imaginación para poner en palabras algo que solo el paladar es capaz de interpretar.
Antonio Machado, Pablo Neruda y Charles Baudelaire son solo algunos de los responsables de una tremenda enciclopedia de metáforas e imágenes alrededor del vino. Aunque hay quienes, con justicia, podrían decir que no es amor a esta bebida sino solo a la embriaguez. Cuenta la leyenda que el poeta chino Li Bai, que le dedicó al vino una desbordante cantidad de poemas, falleció tratando de tocar el reflejo de la luna sobre el agua de un río. Tenía una borrachera delirante, pero murió feliz y en su ley.
La próxima vez que beba vino, pruebe identificar en su sabor y aroma, las frutas, especias o simplemente los recuerdos que su paladar le dicte. Y si puede, escríbalos. Quién sabe si por ahí la experiencia le sale en versos. ■
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